Mi 22-M
Salí de casa andando a las cuatro menos cuarto y en la Gran Vía me topé con la columna que venía de Extremadura. En Sol vi tantas pancartas como si la manifestación arrancara de allí. En Tirso, me rodearon las banderas negras y seguí a la CNT hasta Antón Martín. Por fin, en una Atocha tomada por la gente, familias con niños, cochecitos de bebé, gritos y cánticos, escuché tres explosiones. Estos son los de Valencia, me informaron, que no saben estarse quietos... El aroma festivo de la pólvora se disipó enseguida y durante cuatro horas y media, que se dice pronto, no pasó nada más. A las ocho y cuarto me volví a casa dando un paseo, cansada y satisfecha. Cuando encendí el televisor, no pude creer lo que estaba viendo.
Esta es mi verdad, el testimonio sincero de lo que yo viví el 22-M. Cientos de miles de españoles -tantos como los que abarrotaron Colón en aquella legendaria visita del Papa- pueden ofrecer un relato semejante, porque vieron y vivieron lo mismo que yo.
Qué curioso que, una vez más, nuestra versión no valga un pimiento. Qué curioso que, a destiempo, unos pocos radicales perfectamente adiestrados y organizados -¿y por quién?, me pregunto yo-, arruinaran el efecto de la convocatoria. Qué curioso que los mandos policiales dejaran aislados a treinta agentes, mientras muy cerca, otros quinientos contemplaban impotentes lo que ocurría sin que les dieran permiso para intervenir. Qué curioso todo esto, ¿verdad, señora Cifuentes?
Usted y su partido le deben tanto, pero tanto, a los violentos, que ni sus militantes habrían podido hacerlo mejor.