Nueva Ley de Montes: ¿Interés general?
El Congreso de los Diputados ha aprobado, definitivamente, y tras una avalancha de enmiendas, la nueva Ley de Montes que afectará a más del 54% de la superficie del país, considerado suelo forestal. Esto equivale a 27,7 millones de hectáreas de las que dos terceras partes son de propiedad privada. El objetivo último de la Ley, según los populares, ha sido "mejorar el aprovechamiento forestal en España proteger la biodiversidad, prevenir incendios, luchar contra el cambio climático y mejorar el aprovechamiento de los recursos forestales".
De entre las modificaciones -incorporación de las normas reguladoras del trasvase de agua Tajo-Segura, o la supresión de competencias a los agentes forestales a la hora de denunciar delitos ambientales – que ha introducido la Ley, respecto de su predecesora, la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes, la que ha suscitado, sin duda, mayor polémica ha sido la concesión de competencias a las Comunidades Autónomas para recalificar el suelo que haya sufrido incendios sin esperar el plazo estipulado de al menos durante 30 años [artículo 50 sobre mantenimiento y restauración del carácter forestal de los terrenos incendiados] si hay motivos de interés público. Entonces, ¿las razones imperiosas de interés público son suficientes como para garantizar una buena actuación por parte de la Administración a la hora de recalificar los suelos, o volveremos a los tiempos de Paco "El Pocero"?
Para averiguarlo debemos, entre otras cosas, acudir a nuestra Carta Magna. La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales. Esta afirmación, contenida en el artículo 103.1 de la Constitución, es el eje sobre el que debe gravitar la actuación de la Administración. El interés general se configura de esta manera como un principio constitucionalizado, que debe estar presente y guiar cualquier actuación de la Administración. La consecuencia inmediata no es otra sino la de que la Administración no goza de un grado de autonomía de la voluntad similar al que es propio de los sujetos de derecho privado. La actuación de la Administración deberá estar guiada por la búsqueda y prosecución del interés público que le corresponda, lo que le impedirá -por imperativo del artículo 103.1 de la Constitución- apartarse del fin que le es propio.
Sin embargo, ni el propio artículo 103 ni ningún otro precepto de la Constitución ofrecen una definición -y quizá no podrían hacerlo- de lo que deba considerarse como tal interés público. No es extraño encontrarse en la práctica con posturas administrativas consistentes en considerar que, por ejemplo, cualquier ahorro en el gasto público (incluso no accediendo al pago de cantidades ciertamente debidas a un administrado) es conforme al interés público, con el argumento de que ello permitirá utilizar el dinero ahorrado (en detrimento de un derecho de un particular) en beneficio de la comunidad. Obviamente, esta forma de entender el interés público nada tiene que ver con lo que el artículo 103.1 de la Constitución pretende garantizar.
En efecto, el artículo 103.1 de la Constitución impone explícitamente a la Administración que sirva al interés público, pero que lo haga con "objetividad" y con "sometimiento pleno a la ley y al Derecho". Estos dos límites, junto con otros no explícitamente citados en el precepto constitucional aunque intrínsecamente unidos a ellos, garantizan la interdicción de la búsqueda del fin sin atender a los medios.
En resumen, la necesidad de que haya un interés público o general para proceder a la recalificación de una zona devastada por un incendio, en relación con lo dispuesto en el artículo 103 de la Constitución Española, debería ser suficiente como para garantizar la protección del medio ambiente. No obstante, esto es España, y no sería la primera vez en que los políticos hacen caso omiso a una Ley para recalificar un terreno.