Mi vida como teleoperadora precaria
a los 54 años
Día tras día nos hacen sentir que somos trabajadoras descartables, no les importa nuestra salud ni nuestra vida. Soy una trabajadora precaria en una empresa multinacional.
Mi día comienza muy temprano, a las 5:45 suena el despertador y hay que levantarse. Tomando el metro con dos combinaciones y un bus tengo por lo menos una hora de viaje hasta el trabajo.
La jornada laboral empieza cuando llego al puesto y tengo que buscar los cascos, una herramienta laboral fundamental, pero que en general no alcanzan para todos los puestos. Así que muchas veces tenemos que coger los cascos del puesto de algún compañero que aún no ha entrado a trabajar.
Los sitios de trabajo no son fijos (¡nada es fijo en este trabajo, ni siquiera el trabajo mismo!) así que cuando llegas tienes que buscar un lugar donde sentarte, perdiendo tiempo y bajando en la productividad que te exige la empresa (que tanto se encargan de recordarte a diario). Esto nos obliga a llegar por lo menos quince minutos antes cada día, para poder empezar a tu hora con sitio y cascos. Nadie nos paga por esos minutos extra.
Después ya me logo, es decir, marco mi código personal en el teléfono para que quede registrado que he llegado. Y entonces empieza la montaña rusa. Una vez que introduces el código empieza la lluvia de llamadas, imparable.
Me piden rapidez y que acorte el tiempo de cada llamada. Pero también me exigen ‘excelencia telefónica’. Mientras busco los datos del cliente en el ordenador tengo que escuchar el motivo de la llamada (en mi caso, incidencias de servicio). Todo debe hacerse en el menor tiempo posible, recibiendo las quejas del cliente, contestando con evasivas. El estrés aumenta cuando los programas se caen o se quedan bloqueados, lo que te obliga a estar excusándote a cada minuto. Hay clientes que me hablan con simpatía, pero otros me culpan de la mala gestión de la empresa, porque las teleoperadoras somos quienes siempre recibimos las quejas, algo que sube aún más el estrés diario.
Por otro lado, están los mandos (coordinadores, supervisores y gerentes), un mundo propio. Dependiendo de la campaña, hay coordinadores que dejan de ser los compañeros que trabajaban ayer contigo y desde su categoría de coordinador se creen superiores a ti. He llegado a padecer situaciones tan violentas como que un supervisor te regañe por el solo hecho de levantarte a preguntar algo, por estar comentando algo con el compañero del puesto de al lado, o tener que pedir permiso para ir al baño como si fuéramos críos.
A mis cincuenta y cuatro años (y soportando este trabajo hace doce años) he aprendido que esto mejor te lo tomas a risa o terminas todos los días con una ansiedad enorme.
¿Estas empresas no saben que somos personas y no robots? ¿Que tenemos necesidades, que vamos al baño, comemos y nos equivocamos?
Para las empresas de telemarketing no somos más que mano de obra muy barata, números que tienen por millones. No importan nada nuestras necesidades o nuestra salud. Y si te quejas por ello, no tardan ni un día en decidir que te vas a la calle porque saben que detrás de ti vendrán muchos otros a cubrir ese puesto de trabajo.
Tengo 54 años, soy trabajadora precaria. Mi trabajo para una empresa multinacional significa que un día me envían a una campaña con una empresa telefónica y al mes siguiente puedo estar en una empresa de servicios atendiendo incidencias. No tengo estabilidad alguna y cada día me hacen saber que ese puede ser el último día.
Pretenden controlarnos todo el tiempo, tenernos siempre al borde. He visto compañeras irse llorando a casa, colapsar por ansiedad o estrés. Compañeras despedidas después de haber tomado una licencia por enfermedad.
En esta columna, nuestra ‘Tribuna femenina’ queremos contar nuestra realidad como trabajadoras precarias, invitar a otras compañeras teleoperadoras, trabajadoras de limpieza y muchas otras a sumar sus voces. La precariedad tiene rostro de mujer, pero la lucha también.